11 de abril de 2016

Restos

       Jaromir Hladík era más que un escritor judío. Era un adelantado. Un erudito de la pre-realidad emocional. La ansiedad y la preocupación, personificadas en alguien con diazepam y esperanza en la sangre. Quizá algo de whisky también. Neurótico a su favor. "Murió centenares de muertes", y quizás esa es la clave; soñar, aprender, acostumbrarse, imaginar, saber que va a llegar. Exprimir previa y mentalmente toda posible situación que desencadene ese final. Lejos de aludir a la utopía salvadora de Jaromir, puede que esta sea la clave para que ningún dolor sorprenda y agite, la manera de sentir la mayor paz posible durante esa culminante crisis terminal. Y sólo tal vez, distorsionando ya la idea y divagando en ella, ese sea el secreto del miedo, de la angustia: sufrir hasta agotarse. Tener dentro nuestros peores temores, recelos, perturbaciones y debilidades. Quemarnos con ellos. Dejar que nos desgarren. Convivir con el suplicio y la tortura ya casi autoimpuestos. Asumirlos como realidad y caer en vida, darlos por sentado. Agonizar hasta el punto máximo de angustia que soportemos, pero sin morir. Llegar al fondo, caer a tierra. Hundir los pies en el barro y desentrañar todos esos miedos que los fantasmas inculcaron en nosotros. Memorizarlos, recorrerlos, descifrarlos y atravesarlos hasta desprendernos de ellos. Que el dolor nos arranque la piel y las lágrimas dejen cicatrices, pero con la seguridad de haber llegado a un punto tan oscuro y profundo que sólo nos deje la posibilidad de ascender. 
       Después de todo, la muerte no es lo peor que nos puede pasar en la vida; sólo es lo último.


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